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El borrachito de agua fría

A la parte de la Calzada que, partiendo de la Alameda, conduce al Agua Azul, frente al templo de San Juan de Dios, de la calle ancha hacia el sur, se le conocía con el vulgarísimo nombre de la “Agua Fría” y donde estaba establecida una cantina denominada “La puerta del Sol” y una serie de galleras, y allá por los años de 1830 a 1850 y tantos, había un célebre garito bautizado con el pomposo nombre de “ Taberna del Agua Fría” y al que concurrían los más esclarecidos hijos de Baco, a desvalijar, en criminal consorcio, a todo aquel que, novicio en el arte de la vida juerga, se atrevía a poner los píes en ese antro de vicio y disipación sin medida.

Una de tantas mañanas en el holgorio de los asiduos asistentes estaban en su máximum, porque se trataba nada menos que de una interesante partida de dados en que figuraba como apuesta la camisa de un parroquiana y la cobija de otro, entonces apareció allí un nuevo cliente que sin etiqueta alguna tomó asiento en uno de los desvencijados equípales que a un lado del mostrador había.

Aquel hombre aparentaba tal grado de ebriedad, que nadie se atrevió a interrumpirlo. Simulaba estar dormido; pero en realidad velaba, y con los ojos entreabiertos observaba con insistencia rayana en necedad, a uno de los empedernidos bebedores, al parecer el más joven y de más finos modales de toda aquella disímbola comparsa.
Desde ese día el sujeto que nos ocupa, llegaba a la misma hora y se situaba en el mismo lugar. Nadie lo vio beber nunca, y sin embargo siempre presentaba el aspecto de un beodo.

Pasado algún tiempo, los parroquianos de la Taberna “Agua Fría” observaron que aquel hombre siempre llevaba el sombrero apoyado sobre el pecho y sostenido con las dos manos, y que en determinadas horas del día se ocultaba entre los jarales, que en matas frondosas, en ese tiempo abundaban a la vera del río, (San Juan de Dios), casi cubriendo la extensión de lo que hoy se llama paseo de la Calzada Independencia.
Como era de esperarse, aquellas rarezas despertaron la curiosidad no sólo en los que habían trocado el trabajo por la ociosidad más desvergonzada, sino aun en el mismo vecindario, que se propuso atisbar de cerca aquel sujeto para saber qué era lo que aquello significaba.

Nuestro protagonista, que en breve fue apodado con el clásico nombre de “ El Borrachito de Agua Fría”, no se daba cuenta de este espionaje, y así seguía en la misión que e había propuesto y que no era otra que la de salvar a un hombre digno de mejor suerte; porque cuando el objeto de su celo se hallaba en estado sumo de embriaguez, lo tomaba en sus hombros, conduciéndolo a un miserable tugurio, que era su vivienda; socorría de paso a un esqueleto de mujer que se llamaba su esposa y a tres macilentos niños, hijos de aquel desgraciado matrimonio.

El carácter impulsivo y pendenciero de su pupilo lo hacían intervenir frecuentemente en las reyertas que trataba con los demás, y muchas veces se le vio internarse entre los contendientes con peligro de su vida, sacando heridas de más o menos gravedad; pero que él impertérrito sufría sin quejarse ni pedir auxilio a nadie. Una vez, en que este héroe de la caridad se hallaba en su escondite favorito, oyó que reñían fuera de la taberna, vio que un hombre caía en estado agónico en el suelo, bañado en su propia sangre. Su dolor fue inmenso al darse cuenta de que el herido era el mismo por quien él velaba y llevaba aquella vida despreciable. Entonces, sin importarle el número de curiosos que circundaban el cuerpo exangüe de la víctima, le dio la absolución sacramental, ¡ aquel hombre era un sacerdote ... !

Esta acción inusitada, lejos de excitar la risa de los curiosos, se convirtió en un espectáculo verdaderamente conmovedor, porque todos ellos, arrodillándose, besaron los pies desnudos y ampollados de aquel hombre que tal cosa hacía.
Veamos ahora quién era aquel heroico hombre y qué motivos lo, impulsaron a obrar así: era, según la tradición autorizada y constante de muchas personas sensatas de Guadalajara, un ilustre hijo de la Orden de Carmelitas Descalzos de esta ciudad, que un día al pasar por el paseo de la Alameda a cumplir un deber de su ministerio, puesto que venía de auxiliar a un enfermo, vio en tal estado de miseria y depravación al hijo único del hombre que había arruinado a su familia, y desde ese momento se propuso investigar cuál era el lugar o lugares que frecuentaba, para salvarlo. Informado cumplidamente de lo que pretendía, se convirtió, como ya hemos visto, en asiduo asistente de la Taberna del “Agua Fría”.

El único que estaba en su secreto era el Sr. Canónigo Dr. D. Mariano Guerra, que le ayudaba con frecuentes sumas para que auxiliara a la esposa de aquel desgraciado.
Este verdadero discípulo de la caridad quizá murió por los años de 1863 a 1864, ultimo año en que se le vio celebrar misa en el templo del Carmen.

Quizá los lectores deseen saber el motivo por qué este sacerdote, durante el tiempo que ejerció el oficio de pastor para con aquella oveja, trajera el sombrero sobre el pecho apoyado con ambas manos, así como el por qué iba a ocultarse a determinadas horas en los abundantes jarales que crecían a la vera del río de San Juan de Dios, que hoy día existe entubado. Traía de esta suerte el sombrero, porque en él guardaba su pobre breviario, única prenda de valor que llevaba consigo en su odisea de sufrimiento, y se ocultaba entre las matas de aquellas plantas para rezar el divino oficio a las horas en que sus hermanos salmodiaban los himnos en el Coro del Convento del Carmen.

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